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No more influencers, please

En la actualidad, uno de los bienes más preciados es el tiempo, que en términos de publicidad esto se traduce en atención. Conseguir que todo el mundo dedique su tiempo a escuchar o ver lo que las marcas ofrecen es hoy uno de los retos más complicados de conseguir por parte de las corporaciones. Puede parecer contradictorio si pensamos en el hecho de que hoy todo el mundo posee un smartphone con conexión a internet, una ventana al mundo desde cualquier lugar y a cualquier hora. Pero lo cierto es que como consecuencia de ello, el usuario está saturado. Saturado de notificaciones, alertas, correos electrónicos, mensajes de chat y llamadas comerciales. Esta saturación genera suspicacia por parte del usuario que la recibe o la ve. Estamos tan habituados a los mensajes comerciales tradicionales que sospechamos de ellos. Ya no te fías de que algo es bueno porque lo diga la marca, ahora necesitas un prescriptor. Como la recomendación de toda la vida cuando ibas a un hotel y preguntabas dónde comer bien en la ciudad en la que estabas, pero en Internet y con unas personas que ahora se conocen como influencers.

Son personas como tú y como yo que han cultivado una masa ingente de seguidores por destacar en algo de lo que hacen. Los hay de moda, de gastronomía, de diseño, de videojuegos, de tecnología… casi de cualquier cosa. Muchos han sido potenciados por marcas. De hecho, este es el modelo de financiación de un influencer. El abanico es muy variado y depende del estatus, claro. Los hay que ingresan grandes cantidades de dinero por una publicación y los hay que únicamente comen gratis en los restaurantes que luego recomiendan. Están los influencers famosos (actores, deportistas de élite, modelos, etc.) y los influencers que no tienen en esta actividad su principal fuente de ingresos. Y en ellos está el verdadero valor del influencer porque sus opiniones en principio no están tan sesgadas por la marca porque no viven de ello. Simplemente saben de algo, lo demuestran en sus redes y las marcas contactan con ellos para que promocionen de alguna forma su producto o servicio. Pero su modelo de negocio es el mismo. La marca contacta con el influencer y le ofrece probar y a veces quedarse un producto o servicio a cambio de una valoración positiva en sus redes sociales. Ojo, no decimos que el influencer famoso diga lo que le dice la marca que diga, pero tengamos en cuenta que cuando vemos a Paula Echevarría vestida de h&m en una foto de su perfil de Instagram diciendo lo que mola el vestido que se pondrá esta Nochevieja, no significa que el vestido no sea precioso, pero ese post está pagado y lógicamente no va a hablar mal de la marca.

Si atendemos a los últimos casos de fiascos en este segmento, el negocio de los influencers está llamado a ser la última gran burbuja. Ejemplos como el del Fyre Festival o el de ariii, la estadounidense que con 2,7 millones de seguidores no fue capaz de vender más de 36 camisetas, nos hacen desconfiar de este nuevo modelo publicitario. Aunque lo cierto es que según la agencia Human to Human (H2H), en 2018 las marcas de nuestro país invirtieron 35 millones de euros en campañas con influencers, un 400% más que en 2017. La mitad de esa inversión no tuvo ningún retorno y sin embargo las previsiones dicen que el negocio en nuestro país superará los 100 millones este año. 

Que el potencial cliente simplemente vea una referencia positiva hacia un producto o servicio por parte de una persona aparentemente desinteresada, es el objetivo de todas las marcas. Conseguirlo ya depende del influencer que elijan para tan complicada empresa. Como consumidores, debemos fijarnos en el historial de recomendaciones del influencer en cuestión, ver si es crítico cuando debe serlo, si prueba productos de diferentes marcas o sólo muestra productos o servicios de la misma marca. No sabemos lo que pasará en el futuro, pero lo que sí es cierto es que cuando el público sabe que el personaje se mueve por dinero, la publicidad deja de funcionar. 

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